Allí hay de todo en cuanto a personajes; en un pueblo pequeño se llega fácilmente a poderlos clasificar sin problemas. Si te sientas en una silla del bar, con tu mesita y tu vinito, allí en la terraza, bajo el toldo, en un par de horas los puedes ver a todos, o casi.
Verás al tonto, por lo menos un par; tonto genético al que hay que respetar, y a los tontos de vocación, de elección -hay muchos; son los que eligen ser tontos solemnes-, y está el ricachón, el que se gasta dinero en vestir pero que no tiene ni idea y hace el ridículo; está el borrachín, ese que espera a que abran el bar de buena mañanita, y el sabiondo, que un día lejano leyó un par de novelas del Oeste y se quedó con dos o tres palabrejas.
Y está el parlanchín, el que se pasa el día dando la tabarra a todos los que pilla, y el que va a lo suyo, el trabajador, y el mañoso, y el discreto, culto, prudente, silencioso; ese que tiene prestigio de hombre cabal. Y está el que se aburre en casa y se pasa el día, como una sombra, vagando por las calles, cabeza gacha, encorvado, ensimismado en un vacío interior dramático -seguramente es viudo-, y está el que va por la calle hablando en voz alta sobre sus problemas y quejas.
Y luego está el o la de las habladurías, el corre ve y dile; y no falta el que se preocupa por conocer la historia local, y apunta, escribe, pregunta a los viejos y recopila; suele llevar gafas y tiene cara de barbero o panadero. Y también está el holgazán, y a las afueras, en cualquier camino solitario pero cerca de las últimas casas, está el de la gorra, el perro y el bastón, y también el que siempre está alegre y transmite optimismo.
¡En fin! todo un espectáculo. Yo me refiero a ellos, pero también en esa colección están ellas; ocurre que en general suelen ser menos ruidosas, más discretas, más hacendosas, más hogareñas. El momento especialmente rico en matices en la vida de un pueblo pequeño es el de la mañana, cuando hay ritmo en la calle porque unos van al trabajo, otros a por la primera toma en el bar, otros a la panadería y otros a callejear, contando sus cuitas, sin escuchar nunca a los demás y ávidos de noticias domésticas.
El frenesí mañanero dura una hora más o menos, y como música de fondo están el ruido de los coches y los tractores, y el tañer de las campanas que convocan a la misa primera, además del reclamo de los bandos, o de los vendedores ambulantes. Todo tiene su encanto y todo es como la interpretación magistral de una obra de teatro que fluye fácil, evocadora, sencillamente espontánea y bella, con sus matices dramáticos y sus chispas del mejor humor. ¡Ah! los pequeños pueblos... grandes infiernos, difíciles, bucólicos, tiernos, complicados, para amarlos... para odiarlos.
¡gente... personas!
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